EL OLOR DE LA GUAYABA


Inunda la nevera, inunda la estancia por la que pasa, dentro del cuerpo parece florecer y perfumar el aliento a flores. Es la cara amable de la selva, su generosidad, el sustento materno. Francesca me cuenta que cuando vino de visita en el siglo pasado, le llamaron la atención nuestras frutas: tan variadas, desconocidas, incomprensibles. Sus formas extrañísimas. Siempre escogía erróneamente, entrenada por su experiencia europea, las más tersas, las de mejor apariencia: la parchita en cambio debe elegirse arrugada; la guanábana, un poco ennegrecida; el plátano, mientras más podrido, mejor. Le parecieron feas y poco interesantes por fuera, todas verdes y marrones; monstruosa la lechoza, horrible el níspero, absurdo el mamón. Pero su belleza estaba por dentro, al abrirlas se expandía la magia: perfumes, sabores, delicadezas insospechadas. El interior revelaba un anaranjado violento, lleno de azúcares, igual que las flores enormes, grasas, coloradas, que trabajosamente logran abrirse, como proviniendo de un parto doloroso de la planta.

La selva también exhibe la crueldad de la madre Kali, la devoradora de sus hijos. Lo entendió muy bien Rómulo Gallegos, cuando habló del tremedal y de su oscuro poder de atracción. Es fácil ser tragado por el tremedal cuando se vive en el trópico. Lo entendió fatalmente Horacio Quiroga, y finalmente Gabriel García Márquez practicó su operación cosmética que hizo del vórtice ineludible una fantasía potable, poética, casi domesticada.
Cuidado: la selva no es domesticable.


LA SALVAJE

Entra por la ventana
tantea el aire y repta
largos brazos verdes puntas sensibles
enloquecida cabellera de medusa
alarga sus tentáculos
por las paredes
se retuerce sobre sí misma
detrás de los cuadros
enrollada en zarcillos anhelantes

Irrumpen lianas desbocadas crecen hojas oscuras
se descuelgan ristras de corolas blancas
cándidos anzuelos triunfantes
de profunda boca
muda

Gotas de resina pegajosa cristalizan
en las tapicerías coloniales
Llegan las filas de hormigas nerviosas
zumban los enjambres polinizadores
la zarigüeya anida entre las hojas
enseña sus dientes puntiagudos

Nuevas ramas sinuosas
empujan los cristales se enredan en las persianas
exigen más territorio
con frenesí de pulpo vegetal
imponen su reino de insectos

La invasión se consiente
por la ofrenda floral
cotidiana



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