EL BUDARE


Metáfora de identidad nacional

Pongo el budare en la hornilla mientras preparo la masa: el ojo calcula la cantidad de agua y la sal, se mezclan los ingredientes hasta conseguir la consistencia adecuada cuando los granos de harina se hinchan al hidratarse. Hay que dejarle tiempo de que la masa se hinche y se asiente, para que quede suave y las arepas no se cuarteen. Mientras tanto, una gota de aceite sobre la plancha de hierro caliente. Extiendo la grasa con la espátula, pero la superficie no está lisa y uniforme, hace meses que el budare se descascara en lajas negras, como si tuviera una extraña lepra.

Presa de un furor purificador (dicen que ocurre con las neuras), arremeto contra el budare, separando la capa más superficial. Ahora entiendo lo que pasa: no se trata del budare en sí, de su material intrínseco, que es hierro puro, sino de una capa carbonizada de años y años de grasa quemada y requemada, día tras día, hasta adquirir el color y la consistencia del hierro renegrido: está íntimamente unido a él, formando un solo material. El budare que uso es una unidad compuesta de plancha de hierro circular, unida a múltiples capas superpuestas de grasa solidificada.
Mientras descascaro el budare, me siento como una antropóloga sentimental: estas hojuelas de carbón vegetal representan… ¿cuántas generaciones de desayunos criollos?

Este budare era de mi abuela, mi mamá se quedó con él cuando no mudamos a esta casa.
Ahora lo uso yo, y pienso seriamente llevármelo si es que tengo que mudarme de país. Parece una locura, cargar con una plancha de hierro colado, pero está impregnada de historia familiar, de la más cercana, la que es menuda y cotidiana.

Tres generaciones de mujeres preparando arepas cada día.
Reconforta la idea de que este objeto humilde ha estado presente en unos cuarenta años de historia familiar. Sería más fácil comprar uno nuevo, pero no sería lo mismo.
No tendría la misma carga (literalmente: los nuevos parecen más livianos).

En esta grasa carbonizada hay tres generaciones de mazeite, el aceite de maíz que por cierto en estos momentos escasea, porque inexplicablemente los tiempos de la revolución están ligados a una escasez de productos de consumo básico (arroz, leche, huevos, aceite, azúcar, carne, caraotas).

De pronto me doy cuenta de que esto es ser venezolano, este es el signo de venezolanidad que habíamos estado buscando, lo que nos define (lo que elegimos que nos defina entre posibilidades que nos interesan menos como el miss Venezuela, el petróleo, la revolución bolivariana): tener un budare de hierro (¿dónde los hacen?) de varias generaciones, que se arrastra de una mudanza a otra porque es un buen budare. Un buen budare es un budare que está bien curado. Curar un budare requiere aceite, llama y paciencia. En el proceso se produce un hollín negro que debe ser muy bueno para pintar, ahora que lo pienso: puro hollín de maíz. Un pigmento latinoamericano.

Tengo un pote medio lleno de lo que le saqué al budare: tantos gramos de unos cristales de carbón, que se parecen extrañamente a la sal de una playa de Hawai, que vi ayer en casa de una amiga: una sal preciosa, traída de una boutique de exquisiteces en Londres. Ahora que las sales exóticas están de moda.


PLEGARIA A JUAN DE LA COSA

A quién ha de importarle
la hora de mi llegada
en el persistente zeppelin del desarraigo
ni la primera bocanada de humedad
y ardor supraecuatorial al poner pie
en la escalerilla del tiempo de las sombrereras
Entramos a la ciudad en cadillac
por la autopista de neones rotatorios
tenía ventanas automáticas
el mundo se estaba trastocando por completo
nunca volvería a estar erguido sobre sus tortugas

Mientras Tanto duró lo suficiente
para Tiodosio y sus caballos lentos
aprender a comer plátano con arroz
encaramada en un mango leer
Aeropuerto sí tiene sabor
toda una mujercita
Mientras Tanto duró poco si se mira bien
se acabó el segundo reino de la luz bruñida
para reanudarse la mudanza que no acaba
amanecimos en la quinta casa y no fue
la última

La primera fue en un palacio ya lo dije
donde inauguro artes de nieve
blanca en la cabeza del mundo
En la segunda casa sonrío con timidez
el cerezo preparaba la fiesta de los cuervos
en el sótano se agriaba el fruto de la nuez
destilando su sombra sobre los cimientos
En la tercera
un sauce llorón y detrás los campos
el gran dios Pan al acecho en un paraje oscuro
allí la cicatriz número uno
en la mano izquierda

Sólo persiste la casa convencida de tesoros
la última está por llegar




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