Los monjes
budistas construyen mandalas de colores a lo largo de varios días, y luego los
destruyen. Con esa actividad laboriosa y aparentemente inútil se ejercitan en
la ineludible impermanencia. Yo limpio cada mañana la caja de arena de los
gatos… Es un trabajo que hago a conciencia, con método y mucho cuidado,
prolijamente. En pocos instantes estará de nuevo llena de caca; pero no por eso
me esfuerzo menos. Meditación activa; mismo principio de los mandalas de arena.
Hay muchas labores
femeninas que son humildes y de efecto poco duradero: lavar platos que en breve
volverán a estar sucios, barrer el patio, tejer un sudario para deshacerlo por
la noche. Son labores de la estirpe de Penélope: el verdadero alcance de su
gesto no está en detener el tiempo de los pretendientes, sino en suspender el
tiempo lineal, en forma de flecha, masculino, y reinstaurar el tiempo circular
y femenino, el tiempo repetitivo y permanente en que se gesta la vida.
La mujer históricamente se ha dedicado a gestos efectivos en sus resultados, pero repetidos, humildes y monótonos: hacer girar la rueca, pilar el maíz, rallar la yuca. La agricultura misma consiste en gestos repetidos, el conuco es del dominio femenino. Para el hombre la cacería, el acicate del resultado azaroso, la demostración de bravura, coraje y fuerza: un desafío a la muerte…
Desafío
inútil, la muerte no recoge el guante. Para contradecir a la muerte, quizás la
estrategia de la mujer sea más eficiente, pues el gesto mínimo detiene al
tiempo. Metáfora hermosa, que valora el peso de cada hormiga en el diseño
final: no el guerrero que destaca entre los demás y así gana un puesto en la
Historia, sino el anónimo (persona, objeto, fragmento) que nos da de comer –nos
nutre el alma—sin pedir a cambio ningún reconocimiento, sin tener
conciencia siquiera de cómo ha enriquecido por un instante nuestro quehacer
cotidiano.
Hay hombres
que logran enfocarse tanto en su objetivo, que no hay espacio para ningún
instante de distracción, y son admirables en su concentración y perseverancia,
y desde luego obtienen –conquistan—sus grandiosos objetivos; pero (como nos
enseña la fábula La caída de Eduardo
Barnard, de Somerset Maugham) hay una dicha especial en la renuncia a los
grandes proyectos, a los logros cuantificables y el poder que generan, al éxito
profesional, al temor al fracaso, a las distinciones convencionales entre lo
que ha de hacerse y lo que no, a la preocupación por la aprobación y el respeto
de los demás, en aras de la satisfacción íntima y serena que proviene de la
capacidad de llenar cada instante con ocio, belleza, y el disfrute de los gestos
triviales. En cuanto a la sinceridad y la bondad, son un lujo caprichoso,
bienvenido cuando se presenta pero del cual es mejor no hacer depender la
propia felicidad.
No es
indispensable cumplir con destinos heroicos, hacer grandes hazañas, dejar
huellas magnificas, acumular pecunia o “carga”, hacer viajes excepcionales o
incluso tener una muerte digna de mención: saber respirar es suficiente, aunque
claro, hay que aprender a respirar.
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