EL VIAJE



El sábado es el día predilecto para esta actividad. Después de una rápida visita a Extrañas notas de laboratorio de Vila-Matas, un solo artículo que me llevó de regreso a la Barcelona que viví y que se superpone a la primera Barcelona que conocí en el año 1989 –porque no hay quien pueda decir dónde exactamente comienza el viaje: surge de una serie de pasos que más parecen desvarío de internacional situacionistas, y de pronto se define el  rumbo y arranca un viaje que viene, sin que lo sepamos bien, de varios pasos más atrás—comencé con un librito comprado sin saber nada de él, en un sitio que además no es una librería, y que me ha producido agradables sorpresas: Pasiones Literarias, en que Monica Monteys reúne una serie de charlas dictadas en la Alianza Francesa de Barcelona en verano del 2000 (lo que parece un buen comienzo, pues en esa fecha ya vivía allí, a pesar de que no supe de este ciclo de charlas), por diversos autores y a propósito de diversos libros, serie que abrió Carmen Martín Gaite con Cumbres Borrascosas, aunque este segmento no fuera recogido en el libro porque su autora tuvo a bien morirse justo antes de la publicación del libro.
El último capítulo, escrito precisamente por la editora, se titula La melancolía de la pasión, y gira en torno a El jardín de los Finzi-Contini, de Giorgio Bassani. Pronto llega esta frase: “Yo creo que uno de los vínculos más estrechos y duraderos –y añadiría incluso más duraderos—es el que se construye sobre lo que es fingido, sobre lo que nunca ha existido”. Toda la atmósfera alrededor de la pasión no cumplida y el territorio de la memoria –único espacio en que se permanece a salvo—y la dulzura del epígrafe, que a su vez proviene de I promessi sposi, (Es cierto que el corazón, para quien sigue sus consejos, siempre tiene algo que decir sobre lo que vendrá. Pero ¿qué sabe el corazón? Apenas un poco de lo que ya ha sucedido.), me llevan a buscar Il giardino dei Finzi-Contini, edición de Einaudi (pues el placer de la lectura está asociado al placer sensorial del objeto libro, por lo que cada edición produce un libro diferente, al igual que distintos intérpretes nos entregan piezas musicales diferentes) y a arreglar con algo de cinta adhesiva su sobrecubierta malograda. Pues cada libro no sólo nos ofrece un contenido, y además, idealmente, un contenedor que satisfaga los sentidos, sino también evoca y convoca situaciones, memorias asociadas a su trayectoria de cometa hasta nuestras manos, así como a las sensaciones estimuladas por lecturas previas de sus páginas.
Bassani comienza con una visita a la necrópolis etrusca de Cerveteri, y con ello me despierta una nostalgia por ese pueblo aristocrático y misterioso, tan amado por mis padres. Recuerdo una visita a un oscuro museo de Milano, en compañía de mi madre. Recuerdo las pequeñas vasijas todas fragmentadas que mi padre exhibía con orgullo en la repisa al lado de su escritorio. Vuelvo a mi biblioteca, consulto en El mundo de la arqueología, de C. W. Ceram, si hay un capítulo sobre los etruscos. Lo hay, aunque muy corto: George Dennis habla con emoción de una aguja de bronce, con el ojo y la punta intactos, que conserva con emoción. Y luego voy a la vitrina de poesía y saco La tumba etrusca, de José Carlos Llop. En la contraportada se menciona a D. H. Lawrence, quien escribió que «estas moradas de los muertos eran espaciosas y elegantes» y que su atmósfera proporcionaba al visitante «una rara e intensa placidez». Y yo pienso en los cementerios de pueblo, donde se iba de visita como una parte natural de cualquier paseo, para revisitar tumbas y mausoleos que se hacían familiares a fuerza de verlas de nuevo, nichos y camafeos de retratos fotográficos sobre esmalte que constituían una comunidad a la que pertenecer, una familia extendida al pueblo entero, un refugio de memorias que de algún modo atañen a todas las ánimas misericordiosas que las salvaguardan.
El viaje se prolonga, porque así como el comienzo es un incierto balbucear de pasos, quién podría indicar cuál es su final, dónde se detiene la inercia que nos ha transportado.

En el oro primero de la mañana efímera   

sumergida en vivo verdor  

afilo una tijera con la piedra de amolar   

Robo al amolador de la flauta de Pan   

pocas monedas, el placentero dispendio de tiempo     

y el gesto humilde y anacrónico  

que me lleva de regreso a las tumbas etruscas   

donde los leales compañeros cotidianos   

eran preciados enseres   



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