«Lo que tú quieres que yo sea»






Nada mejor que comenzar a eso de las 7 y media a.m. con “La noche del cazador” (Charles Laughton, 1955). Qué maravillosa película. Ya había tenido la intuición de recordar “Whatever happened to Baby Jane” (1962), y es que hay algunas similitudes en los mecanismos para acceder a las emociones del espectador. Películas de terror psicológico, crudas sin necesidad de mostrar las imágenes: por inflexiones, sugerencias, sonidos, omisiones. En las que la balanza de la narrativa oscila entre quién es el fuerte y quién es la víctima.
                                                                                               
Me interesa en particular el desarrollo de la relación entre la madre y el predicador: la dinámica del enamoramiento redentorio. Que se revela, terrible, en el momento en que, después de desnudar su alma en la intimidad del espejo, en su noche de bodas, tendida en su cama ella ora a Dios por que le dé la fuerza de ser como él (el hombre-dios, acostado a su lado) quiere que ella sea[1].

Es evidente que una petición de esta naturaleza exige confianza ciega en las capacidades del Otro, el Amado, para saber juzgar lo que es lo justo y conveniente, dónde está La Verdad. Ella lo cree, por supuesto, y en ese momento se representa un drama universal: la sumisión a la voluntad del otro, la pérdida de la propia voluntad, da igual que sea por amor erótico o político.  

Y puesto que lo cree, con cuánta convicción (exaltada: la convicción del desvarío, del rapto) ella acepta su cruz, se inmola para salvarse: qué bien juega su papel de víctima expiatoria, cordero para la piedra del sacrificio, profetisa de su propia exaltación. Ella se convierte a los dogmas del Amado (no sabemos si por incapacidad de aceptar que se desinfle la imagen de sus proyecciones amorosas; o porque verdaderamente se da cuenta de que es la única manera de salvar la cara y cierta dignidad), aunque destruyan sus deseos más intensos, y está tan convencida, que condena esos deseos como impuros, y los pisotea. Para erguirse como santa y mártir.

Ella susurra: que me dé fuerzas para ser como él quiere que yo sea: es la oración cotidiana de la mujer que llama con desesperación y sin esperanza a su amor no reciprocado (pero será redimida por su fénix ardiente, dentro de tres años). En el intento de agradarlo, ella lo sobrepasa y se convierte en una caricatura de lo que ella ha proyectado en el Otro.

Quién sabe, quizás esa sea su misión, hacer del encuentro una terapia curativa.

Para esta mujer en situación de rapto, el Amado es un dios, y lo que él señale será la verdad, el camino y la vida. Quien lo haya vivido lo reconocerá. Querer ser, para el otro/querer ser para el otro: se acicala para que el ojo de él la aprecie, para dejarle saber que todos sus movimientos y sus pensamientos son para él, que le pertenece sin condiciones, que es suya aunque suene a bolero, porque así es; porque ella misma ha marcado con hierro candente su carne, con la marca del Amado: es la historia de O.

Oh, baby, «You’ve been lookin’ for love in the only foolish way you knew of.»

El otro polo, la otra opción, es una vida continua de investigar quien coño soy yo, qué es lo que quiero hacer y ser, cuál es mi forma de vida, dónde están mis preferencias, mis verdades y mi ética.

Entonces, si me sumerjo en un rapto y escojo bien (qué mejor raptor que Zeus, ¿cierto, Calisto?), remolcador tiburón a rémora, me cuelgo de ti, me inmolo sobre la piedra como ofrenda, tómame toda que del holocausto saldré renovada en más flameante espíritu, más yo y más sola, brillantemente deslastrada de lo que se supone que según las expectativas sociales debería ser y hacer.

Un buen amor te hace crecer hasta ser lo más tú misma que se pueda.




[1] Al revés de lo que hace Zeus, tan astuto, biricchino, que se convierte en lo que ellas desean: lluvia de oro, cisne, diosa. 

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