Dios bendiga este hogar (amplae domus etiam reliquiae sunt)





Viene a visitarte una amiga y ella insiste para que la amiga que la trae se baje a conocer tu casa. Su amiga, horrorizada por la confusión, mide los metros y calcula por cuánto se podría vender. Lo cual demuestra que donde mismo algunos ven maravillas, curiosidades y libros, otros sólo ven caos y oportunidades de una comisión. 

Te levantas un domingo muy soleado por la mañana y para empezar, rompes el broche de bronce de tu cartera nueva (favorita). Luego descubres que hay una filtración que ya ha inundado tanto el cuadro medieval merideño al que sólo le faltan los ángeles de algún Rafaelita tocando laúd, como el armario de la ropa íntima y las dormilonas de la abuela. La gata, a la que le diste un poco de leche porque no come nada y está alimentando a tres tripones preciosos (¿alguien quiere un gato?), tiene diarrea y ha estado decorando la terraza en la que las orquídeas desérticas se mueren de sequía, y la entrada de la casa, lo que es muy mal feng shui, por descontado. Terreno minado por el que anoche, entrando a oscuras, tuve ocasión de probar mi suerte: tal parece ser que pronto me lloverá encima la abundancia, lo que es de agradecer, supongo. 
Mientras tanto, el agua que destila por las paredes en preciosos hilitos brillantes, baja por la escalera, escalón a escalón, como una cascada perezosa no de jaspe sino de granito. Y son apenas las 8 am. Mi amiga Sari, que está aquí de visita, insiste en que si el día comienza así, sin duda terminará gloriosamente, lo que me recuerda a alguien que se alegraba si pinchaba un caucho al partir de viaje, porque, decía, luego sólo podía ir mejor.
Pero lo que verdaderamente me pone al borde de las lágrimas, es que se me desparramen todas las almendras del frasco por la gaveta correspondiente en la nevera. Conclusión: el cuerpo logra aguantar las grandes desgracias, pero es la minúscula astilla la que nos saca de quicio. Teme la astilla! Te vencerá. 

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