UN CUENTO, UNA PARÁBOLA



Tenía una cicatriz en el cuello. Instintivamente, el Lord Duncany en mí vio emboscadas por callejuelas sospechosas y nocturnas, asuntos turbios, poco de fiar. No terminaba de decidir si su sonrisa era taimada o sincera. Ah, pero hablaba de la ciudad ensoleillée como sólo saben hacerlo los poetas. O como un poeta, a secas. Se encaprichó con mi libro y me lo pidió. Me di cuenta inmediatamente que no le interesaban mis palabras, sólo le llamaba la atención o atraía su curiosidad de urraca la fineza del papel, la antigüedad de las imágenes; también supe con igual certeza que sumar un libro exótico a otro, como si se tratase de una colección de conchas marinas traídas de cada playa visitada. Incluso pensé en negarme, pero los excesos de los maestros de cortesía en los lejanos años de la infancia palaciega me impidieron esa salida honrosa. Por aquello de que la honra y la cortesía no necesariamente coinciden. Miré mi libro, hermoso, rico en imágenes y amor, bellamente construido con buen papel y reales experiencias poéticas, tan difíciles de traducir; tan lleno de candor al mismo tiempo, tan ingenuo, tan puro, tan infantil en su sabiduría. Y al mismo tiempo tan sólido en su consistencia.  Me resistí un instante: el momento preciso en que el pie en su calza, casi imperceptiblemente detiene el movimiento del avance y emprende el movimiento en sentido contrario, como en cámara revertida): el momento en que el miniaturista medieval, o tal vez también Giotto, detienen la escena. Me despegué de él con pena; entreví en la sonrisa el sol particular del triunfo.
Entonces vi en su morral su libro, y como las leyes de cortesía contemplan la justa retribución, se lo pedí. No podía negarse, estábamos en corte. Escogió cuidadosamente entre los varios que tenía, el que ya había usado, el que no estaba prístino, y ese me entregó, pretendiendo que la presencia de su huella le confería más valor. Acepté el libro y lo vi pobre y malquerido, esmirriado, de material común y dudoso contenido. Para dedicármelo primorosamente me pidió la pluma. Me inquietó su caligrafía, no entendí las letras, tuvo que leerme la frase oportuna, brillante. Acepté, graciosamente. Entonces me dijo, mirando con interés goloso la pluma que aún no me devolvía:
--Qué hermosura de pluma. ¿Por qué no me la dejas? Yo las pillo dondequiera las encuentre, tengo un museo en casa, montones y montones de plumas pilladas alrededor del mundo.

Más tarde, mi hermano, que había estado presente en la lectura antes de que yo llegara, me comentó que sus poemas le habían parecido muy faltos de vida.

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