cuánto me has dado y qué poco me das.


¿Para qué se hacen las confesiones, qué propósito tienen? ¿Creemos que nos harán obtener alguna cosa? ¿O son una expresión ingenua y peligrosa (para quien con candor las hace, Voltaire)? Aparentemente no hay una tercera opción que represente para el que las expresa algo diferente de un juicio negativo o una condena certera. Hay que saber contenerse y esperar el momento oportuno (y eso no es manipulación: es instinto de conservación; lo pronuncio en afirmativo, quitando el punto de interrogación, y no estoy segura de si hay ironía o deseperanza en mi voz). Hay que saber jugar a ese juego de silencios y fintas, como la anciana dama escondiendo tras anzuelo y negación el retrato de Jeffrey Aspern (se exhibe y se esconde, con esa desagradable teatro/función de la coquetería que se quiere “típico”; la anciana maneja los hilos, y el rostro que seduce es el retrato). Hay que aprender a empuñar el hacha, Caperucita, y meter arsénico y crueldad en el cajón del arsenal, al lado de la ropa interior. 

Es mejor esperar, aguaitar las señales correctas, ¿cuánto tiempo hay que esperar por las señales correctas? ¿Y cómo estar seguros de que son las correctas? 

En la sabana que tan bien nos hizo conocer el narrador aquel de los abejarucos, con sus veraces teatrinos del hogar de las fieras africanas, los carniceros hacen largos paseos introductorios, vigilando los movimientos del otro, su respiración, el tenor de su aliento; se miran con fijeza, demuestran cuán feroces son, descubren los dientes, exhiben los genitales, despiden alguna nauseabunda ofrenda para establecer quién domina la situación, y al quedar claro ya todos están contentos y pueden sorber tranquilamente su té. Mundo carnívoro, quién va a querer ser grácil gacela, evanescente okapi. 

Talento suicida, exponer la yugular. Vengan, aladas bestias, nada mejor para atraer los carniceros. 
¿Publico, o no publico? 

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