Por todos los huevos



Me regalaron un huevo de avestruz. Aparte de que es la célula más grande del mundo (y esta frase por alguna razón me hace pensar de inmediato en las diatomeas y sus cuerpos fantásticamente geométricos), es un objeto que para mí tiene ecos de un mundo encantado, de cuando vivía en un gabinete de curiosidades y no lo sabía; de cuando navegaba en las cámaras de un Nautilius y yo misma era “Nadie”, en romántico anarquismo. 



Más específicamente, me recuerda la lectura de El tigre en la vitrina y la casa de mi tío-abuelo, que tenía una espaciosa biblioteca de dos pisos, con grandes mesas para desplegar todo lo que se estaba investigando al momento, y un apartamento privado en esa ala de su mansión, para las investigaciones muy comprometidas. En su laboratorio en el sótano, el tío-abuelo estudiaba el crecimiento de algas unicelulares, entre enormes retortas y matraces de vidrio, llenos de distintas tonalidades de verde, iluminadas luces fantasmales. Había también un armario lleno de chocolates de todas las partes del mundo: mi tío-abuelo, que era un sabio, comía un trozo grande cada noche, y cada vez que lo visitábamos nos ofrecía, recordándonos que el chocolate amargo era bueno para los dientes; y además, conocía el remedio infalible contra el hipo. En su mesa, los almuerzos eran formales, las manos enguantadas legendariamente retiraban demasiado pronto el plato de mamá, privándola de lo que más le gustaba de niña, lo que había guardado para el final. En el jardín crecía y cargaba la única planta de Yaboticaba del país. Y en el salón, por supuesto, había un huevo de avestruz. Siempre quise tener mi propio huevo de avestruz, y secretamente esperaba heredarlo; en su lugar recibí la Enciclopedía Treccani, que es una maravilla interminable (como el huevo), y de la cual saltaban como naipes trucados, fotos con dedicatoria en blanco y negro, de hermosas rubias a punto de tomar un tren.



Ahora estoy pensando que me hace falta un huevo de emu. 





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