Lo dice claramente Eileen Wade (El largo adiós, Raymond Chandler), en su última carta: «…El tiempo transforma todo lo bello en algo vil, gastado y ruin. La tragedia de la vida no es que las cosas hermosas mueran jóvenes, sino que envejezcan y se envilezcan. Eso no me ocurrirá a mí.»
Ah, pero la valentía no está en salir de escena a tiempo (como hiciera Marilyn, a menos que quiera caerse en la versión conspiratoria): ésa es una salida casi fácil, una salida cosmética. La valentía –e incluso la elegancia—están en aguantar en firme, soportar las arrugas con gracia cuando la juventud se desvanece, sostenerse en la rutina cuando se ha perdido el encanto arrebatador del enamoramiento apasionado, ser capaces de mantener la mirada fresca sobre todas esas cosas de lo cotidiano que podrían aplastarnos con su banalidad, y sin embargo lograr rejuvenecerlas a fuerza de un ejercicio consciente de observación atenta y amor.
XIX (del Manual de aproximación)
Sigo la trayectoria planetaria de los cuerpos, vuelta a vuelta: miro crecer mis uñas y alargarse mis cabellos y mi piel secarse y caerse y renovarse. El rostro se hace mapa y territorio, las líneas de las manos se enmarañan.
Lentamente paso al reino mineral, mis moléculas se reordenan según ritmos cristalinos, los poros y la circulación fijados en coral blanco, en coral rojo. Respiro como una piedra, con vetas y grietas por las que el tiempo se extiende, la misma arena de siempre, los extremos ya romos, irrelevantes.
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