NATIVIDAD MÍSTICA de Sandro Botticelli




Alessandro Botticelli pinta en 1501, durante las turbulencias de Italia y la decadencia en Florencia, una ronda de ángeles que nos eleva hacia la dorada luz del paraíso, y la renovación que promulgaba Savonarola. Volver a los principios: a lo simple, a lo básico, la búsqueda de la paz. 



Iglesia de San Felice in Piazza: Filippo Brunelleschi construyó una escenografía teatral para una representación sagrada de la Anunciación, en la que un coro angelical de muchachos alados giraba sobre una estructura dorada en forma de cúpula, mientrad el Arcángel Gabriel descendía por medio de winches, para saludar a la Virgen. No se excluye que el mismo Botticelli, de muchacho, asistiera a una de estas representaciones sacras.



Recuerdo unos calendarios de adviento alemanes, de madera, con un molinillo de madera cuyas aspas giraban perezosamente gracias al humo que ascendía de las velas. «Violence is not the default setting», hermanos. Feliz Navidad. 


Por todos los huevos



Me regalaron un huevo de avestruz. Aparte de que es la célula más grande del mundo (y esta frase por alguna razón me hace pensar de inmediato en las diatomeas y sus cuerpos fantásticamente geométricos), es un objeto que para mí tiene ecos de un mundo encantado, de cuando vivía en un gabinete de curiosidades y no lo sabía; de cuando navegaba en las cámaras de un Nautilius y yo misma era “Nadie”, en romántico anarquismo. 



Más específicamente, me recuerda la lectura de El tigre en la vitrina y la casa de mi tío-abuelo, que tenía una espaciosa biblioteca de dos pisos, con grandes mesas para desplegar todo lo que se estaba investigando al momento, y un apartamento privado en esa ala de su mansión, para las investigaciones muy comprometidas. En su laboratorio en el sótano, el tío-abuelo estudiaba el crecimiento de algas unicelulares, entre enormes retortas y matraces de vidrio, llenos de distintas tonalidades de verde, iluminadas luces fantasmales. Había también un armario lleno de chocolates de todas las partes del mundo: mi tío-abuelo, que era un sabio, comía un trozo grande cada noche, y cada vez que lo visitábamos nos ofrecía, recordándonos que el chocolate amargo era bueno para los dientes; y además, conocía el remedio infalible contra el hipo. En su mesa, los almuerzos eran formales, las manos enguantadas legendariamente retiraban demasiado pronto el plato de mamá, privándola de lo que más le gustaba de niña, lo que había guardado para el final. En el jardín crecía y cargaba la única planta de Yaboticaba del país. Y en el salón, por supuesto, había un huevo de avestruz. Siempre quise tener mi propio huevo de avestruz, y secretamente esperaba heredarlo; en su lugar recibí la Enciclopedía Treccani, que es una maravilla interminable (como el huevo), y de la cual saltaban como naipes trucados, fotos con dedicatoria en blanco y negro, de hermosas rubias a punto de tomar un tren.



Ahora estoy pensando que me hace falta un huevo de emu. 





Evolución musical



Escojo unas polifonías Aquitanias del siglo XII. Recuerdo la capilla en Toscana, adonde íbamos con Francesca, hecha de piedra desnuda, los capiteles apenas ornados (y el libro El origen musical de los animales-símbolo, de Marius Schneider; la dedicatoria de Victoria Cirlot en el diccionario de símbolos de su padre, sus elogios que me llevaron al doble libro), recuerdo, sin sentirlo, el frío durante la misa en diciembre, y afuera los cielos límpidos, los árboles que adornan los cementerios: i pioppi. Primero recuerdo con la memoria teórica: porque sé que los siglos se corresponden. Pero entonces el disco arranca, y de los cantos surgen las paredes, es el proceso inverso. Qué curioso. Alrededor de esta música sólo podían respirar esas piedras.

Polifonías tan austeras y despojadas de cualquier otra cosa que no sea devoción monástica, en tiempos de cruzadas y templarios que aún no se contaminan con la idea de fundar sociedades secretas para dominar el mundo al estilo Dan Brown. Me hacen preguntarme cómo, en la historia de la música, se pasó de esta expresión a misas tan ornamentadas como elaborados desserts que brillan de caramelo sabiamente hilado: qué circunstancias sociales y artísticas permitieron que la música sacra pudiera elogiar al Altísimo con creaciones crecientemente sensoriales.

De Carlo Gesualdo y sus madrigales de amor maldito, trenzado de voces en encaje; a la Pasión según San Juan, de Bach; el Mater del Réquiem de Mozart, ese que el abuelo pidió para la hora de su muerte, y que finalizó también los diez días más dolorosos de mi historia; a Arvo Paart y su delicadeza nórdica. 


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