Realidad snuff: la lapidación local.


Hay que firmar para impedir la lapidación de cualquier mujer, adúltera o no, sin duda. Pero lo más terrible de todo no es el hecho de la lapidación en sí, sino el juicio al comportamiento (sexual o no), de cualquier persona. ¿O no? Hoy en día, año 2010, los tipos aquí en este pueblo quieren acostarse contigo, pero en realidad, en el fondo, prefieren que no lo hagas a la primera, porque entonces eres más valiosa y pueden respetarte. No hace falta irse a Irán. Por eso es que hay que firmar porque no la lapiden, y al mismo tiempo ver muy bien lo que pasa en casa. 
O te dan el desinteresado consejo de operarte las tetas, para que te vaya mejor con los hombres. Todavía más brillante, como consejo, si te lo da un tipo con el cual tuviste un romance pasajero (del que probablemente huyó por tus tetas insatisfactorias). 
Por favor firma para que cese la lapidación, allá y aquí. 


Dicen que hay que aprender a guardarse y mimar la modestia para lograr interesar a los elusivos, así como mantener los ojos gachos para satisfacer su necesidad atávica de cacería; y luego hay que disculparse por mostrar interés, pues la etiqueta incluye tratar la intimidad con mucha distancia y, de ser posible, cierta trivialidad tranquilizadora. Mas yo os digo, en verdad os digo: si queréis probarlos, acostaros con ellos a la primera, y así desaparecerán del mapa los que no interesan. Te arriesgas a la lapidación, pero con ellos se aplica la decapitación. De los que queden en pie, podrán elegirse los eventuales interlocutores y establecer alianzas.

microcuento 4


El elefante torpe fue por fin feliz cuando lo dejaron entrar en una tienda de artículos de plástico. 
Pero pronto, demasiado pronto se dio cuenta de que extrañaba el sonido del cristal.

Formas de silencio


Era el último linotipista. Había aprendido el oficio de su padre, al que vio morir lentamente envenenado por el contacto cotidiano con el plomo. Día a día formaba palabras combinando los pequeños tipos con sus manos, la máquina sonando su peculiar música, el metal reptando por la piel hasta las entrañas. 

Era el último de su especie y había conocido a varias generaciones de todos los operarios en la tipografía; se enamoró de la nueva recepcionista. Pasó tres semanas pensando en ella cada día, tipeando en su teclado las manos pensaban en rozar su cabello y los botones de su blusa. Nunca había hecho tantos errores, las palabras en barra caían al caldero, el plomo se fundía y renacía como pasta maleable para formar nuevas palabras que él imaginaba todas para ella. Empezaba cada línea pronunciando su nombre, recordando la sonrisa fugaz de cada tarde al despedirse, evocando el color de las uñas ese día; por la noche compartía la cena frugal con un fantasma amado, al escuchar un bolero en la radio la estrechaba bailando, al acostarse se despedía con un beso y por la mañana anhelaba su saludo breve. 

El penúltimo día llegó la impresora nueva, que procesaba en cuatro colores texto e imágenes directamente del original digital. A la salida obsequió a la muchacha el libro más hermoso entre los que le habían donado del depósito que necesitaba hacer espacio: el que venía con dibujos y fotos; ella lo recibió con agradecimiento distraído, absorta en un complicado trámite de divorcio que le había agotado las ganas de enredarse con hombre alguno. 

Al día siguiente, mientras desinstalaban la máquina de tipos de plomo, ayudando al muchacho de la guillotina un error cortó limpiamente sus dos manos, ya inútiles. 

cuánto me has dado y qué poco me das.


¿Para qué se hacen las confesiones, qué propósito tienen? ¿Creemos que nos harán obtener alguna cosa? ¿O son una expresión ingenua y peligrosa (para quien con candor las hace, Voltaire)? Aparentemente no hay una tercera opción que represente para el que las expresa algo diferente de un juicio negativo o una condena certera. Hay que saber contenerse y esperar el momento oportuno (y eso no es manipulación: es instinto de conservación; lo pronuncio en afirmativo, quitando el punto de interrogación, y no estoy segura de si hay ironía o deseperanza en mi voz). Hay que saber jugar a ese juego de silencios y fintas, como la anciana dama escondiendo tras anzuelo y negación el retrato de Jeffrey Aspern (se exhibe y se esconde, con esa desagradable teatro/función de la coquetería que se quiere “típico”; la anciana maneja los hilos, y el rostro que seduce es el retrato). Hay que aprender a empuñar el hacha, Caperucita, y meter arsénico y crueldad en el cajón del arsenal, al lado de la ropa interior. 

Es mejor esperar, aguaitar las señales correctas, ¿cuánto tiempo hay que esperar por las señales correctas? ¿Y cómo estar seguros de que son las correctas? 

En la sabana que tan bien nos hizo conocer el narrador aquel de los abejarucos, con sus veraces teatrinos del hogar de las fieras africanas, los carniceros hacen largos paseos introductorios, vigilando los movimientos del otro, su respiración, el tenor de su aliento; se miran con fijeza, demuestran cuán feroces son, descubren los dientes, exhiben los genitales, despiden alguna nauseabunda ofrenda para establecer quién domina la situación, y al quedar claro ya todos están contentos y pueden sorber tranquilamente su té. Mundo carnívoro, quién va a querer ser grácil gacela, evanescente okapi. 

Talento suicida, exponer la yugular. Vengan, aladas bestias, nada mejor para atraer los carniceros. 
¿Publico, o no publico? 


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